Existe un tópico extendido que dice que los españoles tenemos tendencia a no querernos. Somos un pueblo que, al contrario de lo que sucede en otros países, tiene complejos con su pasado, su bandera y determinados símbolos como el toro y la figura del torero (la herencia franquista es un factor clave a tener en cuenta). Al margen de consideraciones patrióticas o nacionalistas, lo cierto es que España ha dado grandes figuras a la cultura universal: Goya,Velázquez, Picasso, Cervantes, Lope de Vega, José Ortega y Gasset, Clara Campoamor o Amelia Folch (una de las primeras universitarias en la Universidad de Barcelona a finales del siglo XIX).
Digo esto porque recientemente he escuchado a un conocido peruano (me es indiferente su origen para lo que nos ocupa) criticando al cine español por su simpleza. Dice que es para niños en comparación por ejemplo a la metafísica de la cinematografía rusa. Podría poner centenares de ejemplos que contradicen dicha afirmación (algunas obras de Buñuel o Berlanga rebosan maestría a todos los niveles), pero hoy me quiero centrar en la obra de Bigas Luna Jamón, jamón estrenada en 1992, la cual he podido ver hace no pocos días.
Quizá esta cinta del director catalán no llegue a la expresividad de Solaris de Tarkovski pero ni mucho menos me parece mediocre, superficial o banal. Bigas Luna nos propone en estas escenas tórridas, llenas de pasión y de vehemencia algunas reflexiones sobre lo que significa ser hombre y mujer, lo masculino y lo femenino (los roles de género o los modelos heteronormativos que dirían algunos hoy en día) y las presiones que todos y todas tenemos.
Si nos fijamos bien, todos los personajes de la película, desde la propia Penélope Cruz subyugada al hijo del jefe (subordinado a su madre en un claro complejo de Edipo) hasta el macho ibérico personificado por Javier Bardem (preso del dinero y poder de la suegra de Penélope), encajan en eso que el filósofo alemán Hegel llamó la dialéctica del amo y del esclavo. Dichas relaciones sentimentales, además de evidente toxicidad y amor mal entendido, muestran la presencia de dos grupos claramente diferenciados y que parecen necesitarse: dominadores y dominados, personas que ejercen un poder (en este caso personificado por las motos, los coches caros o determinados bienes materiales) y otras que están sometidas al mismo. Forma parte de la naturaleza de los individuos esa lucha por controlar al otro (la relación ente el toro y el torero es también un enfrentamiento según algunos entre lo masculino y lo femenino). Curiosamente el dominado tiene algún aspecto que los dominadores anhelan (en este caso afecto o el sentimiento de sentirse deseado). Esta película, hablando en plata, va sobre qué es realmente eso que llaman cojones, algo que muchos entienden de manera incorrecto a mi juicio.
Es más fácil quedarse con el aspecto sexual o erótico-festivo del asunto pero el trasfondo “intelectual” si se quiere ver está ahí. No hablemos ya de la escena final, ese duelo a jamonazos que parodia claramente el Duelo a garrotazos de Goya o de esas moscas dalinianas que remiten al surrealismo.
No, el cine español no es ni más simple ni más complejo que otros, es diferente. Como en todas las culturas nacionales, existen símbolos que todos los ciudadanos comparten y entienden. En la nuestra tenemos, para bien o para mal, queramos sentirnos identificados o no, al toro, el flamenco, el jamón, la paella, la tortilla de patata o el turismo de sol y playa. Dejemos de infravalorarnos y admitamos que si nos lo proponemos podemos ser tan brutos como trascendentales.
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